domingo, 31 de octubre de 2010

Rosario de las Santas Llagas

O Meu Deus é Forte

Faz um Milagre em mim



Como Zaqueu
Eu quero subir
O mais alto que eu puder
Só pra te ver
Olhar para Ti
E chamar sua atenção para mim.
Como Zaqueo, quiero subir
Lo más alto que yo pudiese
Solo para verte, mirarte a Ti,
Y llamar tu atención hacia mí.


Eu preciso de Ti, Senhor
eu preciso de Ti, Oh! Pai
Sou pequeno demais
Me dá a Tua Paz
Largo tudo pra te seguir.
Yo preciso de Tí, Señor.
Yo preciso de Ti, Oh Padre!
Soy pequeño demás,
Dame de tu Paz
Largo todo para seguirte a Tí

Entra na minha casa
Entra na minha vida
Mexe com minha estrutura
Sara todas as feridas
Me ensina a ter Santidade
Quero amar somente a Ti,
Porque o Senhor é o meu bem maior,
Faz um Milagre em mim
Entra hoy en mi casa,
Entra hoy en mi vida,
Mueve todas mi estructura
Sana todas las heridas
Enséname a tener Santidad,
Quiero amarte sólo a Ti,
Porque eres Señor mi bien mayor
¡Haz un milagro en mí!



Lidiando con el "Complejo de Caín"



Ron Rolheiser
Lunes 25 de Octubre del 2010

Las primeras páginas de la Biblia nos ofrecen una serie de historias que describen la condición humana y nos brindan razones para entender por qué las cosas andan como andan en nuestro mundo. La historia más familiar para nosotros es la de Adán y Eva comiendo la fruta prohibida. La llamamos historia del “pecado original”.

Pero a esa historia le sigue otra serie de relatos, menos famosos, pero no menos instructivos. Uno de ellos es la historia de Caín y Abel, supuestamente los primeros hijos de Adán y Eva. Esa historia se podría reformular de esta manera moderna:

Érase una vez dos hermanos gemelos que nacieron en el paraíso: El primero se llamaba Abel. Era un niño risueño, todo sonrisas, hermoso en su cuerpo y en sus actitudes. Naturalmente dotado y talentoso; en todo lo que hacía complacía a sus padres y maestros. Era excelente en la escuela, en atletismo, en música y en granjearse amigos. Todo le venía fácil. Líder natural y popular, elegido como presidente de la clase, Abel ganó una beca para una prestigiosa universidad, se graduó como el primero de su clase, se casó con una mujer maravillosa que le venía como anillo al dedo a su buena apostura y a sus buenas actitudes, consiguió un buen puesto de trabajo altamente remunerado, recibió una serie de promociones en su carrera y ganó el premio “Hombre-del-Año” por su trabajo caritativo y filantrópico. Llegó a ser, merecidamente, el hombre más respetado y querido de la comunidad. ¡El humo procedente de su sacrificio se elevaba siempre al cielo!

El segundo hijo se llamaba Caín y… tú eres ese hijo. Naciste llorando, más feo que tu hermano en apariencia corporal y más pobre en actitudes. Sufriendo, como niño, de cólico y de sarpullido cutáneo, no fuiste el preferido de tu madre. Nada te resultó fácil, ni la escuela, ni el atletismo, ni la música, ni el conseguir amigos. Meticón con todos y matón en la cancha de juego, la escuela te resultó a veces una auténtica pesadilla, pero por fin conseguiste graduarte, aunque casi el último de la clase. Nada de lo que hicieras agradaba jamás a nadie, menos todavía a tus padres y maestros. Nunca apareció en tu vida la pareja de tus sueños para el matrimonio y te viste empujado a un matrimonio entumecido y frío más que estimulante y lleno de vida. No gozaste promociones o premios “Hombre-del-Año”. ¡El humo proveniente de tu sacrificio, no se sabe por qué, parecía que nunca se elevara al cielo! La amargura y la ira comenzaron a brotar y crecer poco a poco dentro de ti, especialmente cuando observabas a tu hermano gemelo, Abel, al parecer moviéndose sin esfuerzo y con éxito y elegancia en la vida.

Nunca le disparan a nadie con una pistola antes de dispararle primeramente con una palabra; nunca le disparan a nadie con una palabra antes de dispararle con un pensamiento. Tú comenzaste a matar a Abel con tus pensamientos: “Pero ¿quién se cree que es él? ¿Tan dotado, agudo e inteligente se piensa que es? ¡Nació entre algodones y con un pan debajo del brazo! ¡No merece nada de lo que tiene! ¡Es un hipócrita, un fanfarrón, un charlatán, y vive dentro de su pequeña y privilegiada burbuja! ¡Sobre la vida real, no entiende absolutamente nada! ¡Esto es injusto; no hay derecho! ¡Le odio!

Con tales pensamientos y resentimientos, nos matamos unos a otros, por supuesto como Caín mató a Abel. Y, como Abel, quedamos marcados por ello. Igual que los contemporáneos de Caín vieron en sus manos la sangre de su hermano asesinado, así nuestros contemporáneos perciben la envidia de Caín en nuestros ojos y la oyen en nuestras conversaciones. Hay en nosotros una envidia que asesina a otros; y entonces la gente se aparta de nosotros cuando huele esa envidia en nuestro corazón, dejándonos todavía más solos, más marginados, más amargados, más celosos y envidiosos, más marcados, más solos con el sapo de la ira dentro de nosotros.

Pero así es la condición humana. Todos nosotros, a no ser que Dios nos haya bendecido y dotado de modo extraordinario, sufrimos un poco de “Complejo-de-Caín”. Tenemos en nuestros corazones algo de la envidia y amargura de Caín y tenemos nuestras manos algo manchadas de sangre. También nosotros, como Caín, hemos asesinado por celos, envidia y amargura.

Pero el reconocer esto en nosotros mismos nos habría de invitar a la conversión, y no al desaliento. Las primeras palabras salidas de la boca de Jesús en el Evangelio son: “¡Arrepentíos y creed en la Buena Noticia!” La traducción inglesa (lo mismo que la española) no capta bien el meollo de esa invitación. La palabra que Jesús emplea para “arrepentíos” es la palabra griega “METANOIA”: literalmente, “meta-“ (más arriba de, o más allá de) y “-nous” (mente). Jesús nos invita a revestirnos de una mente y un corazón mayores; una mente y un corazón por encima de los actuales con todas sus envidias y amarguras. Y la palabra “metanoia” se enfrenta también lingüísticamente a la palabra “paranoia”. Experimentar la “metanoia” es volverse no-paranoico. Fundamentalmente, la relevante invitación que Jesús nos dirige pudiera parafrasearse así: ¡No os volváis paranoicos y creed que eso es Buena Noticia!

Pero no es fácil lograrlo. Someter nuestro recelo, nuestra amargura, nuestra ira y nuestro sentimiento de que la vida ha sido injusta con nosotros es una de las exigencias morales y sicológicas más difíciles de nuestras vidas. Al fin, no es ni la sexualidad, ni la avaricia, ni la falta en nuestras vidas de justicia o de oración y religión lo que nos corta la relación con Dios y con la comunidad. El verdadero obstáculo es la paranoia, la amargura, la desconfianza, nuestro “Complejo-de-Caín”.

Y así, en medio de la oscuridad de nuestra marginación y desconfianza queda en pie una invitación, quizás la más importante de nuestra vida: ¡Grita pidiendo auxilio!

martes, 19 de octubre de 2010

MADUREZ EN LAS RELACIONES AMOROSAS Y EN LA ORACION


Ron Rolheiser
Lunes 18 de Octubre del 2010
Fuente: Ciudad Redonda

Hace algunos años, un amigo mío compartió conmigo esta historia: Criado como católico romano y básicamente fiel en ir a la misa dominical y en tratar de vivir una vida moral honesta, se encontró, hacia sus cuarenta y cinco años, atormentado de dudas, incapaz de orar, y (siendo honesto consigo mismo) ni siquiera podía creer en la existencia de Dios.
Preocupado por esto, y para buscar consejo espiritual, fue a ver a un sacerdote jesuita, renombrado director espiritual.

Mi amigo esperaba la reflexión habitual sobre las noches oscuras del alma y cómo éstas se nos dan para purificar nuestra fe y, conocedor ya de esa literatura espiritual, no esperaba mucho fruto de la consulta. Ciertamente no esperaba el consejo que recibió.

Su consejero jesuita de ningún modo trató de entablar profundas reflexiones teológicas sobre la duda espiritual y las noches oscuras de la fe. En su lugar, como hizo Eliseo con Naamán, el leproso sirio, le dio a mi amigo un consejo que sonaba tan simplista que provocó en él irritación más que esperanza: El jesuita le dijo: “Prométete a ti mismo quedarte en oración silenciosa media hora cada día, durante los próximos seis meses. Te prometo que, si eres fiel a eso, para entonces recobrarás tu sentido de Dios”.

Mi amigo, además de sentirse disgustado -ya que pensó que el consejo era demasiado simplista-, protestó que la parte más relevante de su problema era precisamente el no poder orar, que no podía hablar a un Dios en cuya existencia no creía: ¿Cómo puedo orar cuando ya no creo ni que haya Dios?

El jesuita insistió: “¡Hazlo, sin más! Preséntate, y quédate en oración silenciosa media hora cada día, aun cuando te parezca que estás hablando a un muro. Es el único consejo práctico que puedo darte”.

A pesar de su escepticismo, mi amigo siguió el consejo del jesuita y se sentó fielmente en oración silenciosa, media hora cada día, durante seis meses y, al final de ese tiempo, su sentido de Dios había reaparecido, así como su sentido de la oración.

Creo que esta historia resalta algo my importante: Nuestro sentido de la existencia de Dios está muy ligado a la fidelidad a la oración. Sin embargo -y ésta es la paradoja-, es difícil mantener una vida de oración, precisamente porque nuestro sentido de Dios con frecuencia es débil. Digámoslo sencillamente: orar no es fácil. Es fácil hablar sobre la oración, pero tenemos que luchar para mantener, a largo plazo, una oración real y auténtica en nuestra vida.

La oración resulta fácil solamente a los principiantes o a los ya santos. Durante todos esos largos años intermedios, la oración es difícil. ¿Por qué? Porque se rige por las mismas dinámicas interiores que el amor, y el amor es agradable y dulce solamente en su fase inicial, cuando nos enamoramos por primera vez; y, de nuevo, en su fase madura y final. En el tiempo intermedio, el amor supone trabajo arduo, fidelidad tenaz, y necesita un compromiso deliberado por encima de lo que normalmente proveen nuestras emociones y nuestra imaginación.

La oración funciona de la misma manera. Inicialmente, cuando comenzamos a orar por primera vez, como ocurre a cualquier joven enamorado, tendemos a gozar de un período de fervor, de pasión, un período en el que nuestras emociones e imaginaciones nos ayudan a sentir que Dios existe y de que Dios escucha nuestra oración. Pero, conforme vamos profundizando y madurando más en nuestra relación con Dios, exactamente igual que en la relación amorosa con alguien a quien amamos, la realidad comienza a disipar una ilusión. No es que nos desilusionemos de Dios, sino más bien que llegamos a darnos cuenta de que muchos de los pensamientos y sentimientos fervorosos que creíamos se centraban en Dios en realidad se centraban en nosotros mismos. La desilusión es algo bueno. Es disipar una ilusión. Lo que pensábamos que era oración era en parte un hechizo sobre nosotros mismos.

Cuando empieza este desencanto -y éste es un momento de maduración en nuestras vidas- es fácil creer que nos hicimos ilusiones con respecto al otro, la persona de la que nos habíamos enamorado o, en el caso de la oración, con respecto a Dios mismo. Entonces la reacción más cómoda es retirarse, abandonar, mirar todo el proceso como si hubiera sido una pura ilusión, un mal comienzo. En la vida espiritual, es entonces normalmente cuando dejamos de orar.
Pero lo que se requiere es precisamente lo contrario. Lo que debemos hacer, entonces, es acudir a la oración, exactamente como lo hicimos anteriormente, pero sin los pensamientos y sentimientos rebosantes de fervor; llenos de dudas, aburridos y despojados de nuestro encanto sobre nosotros mismos. Cuanto más profundizamos en las relaciones amorosas y en la oración, nos volvemos más inseguros de nosotros mismos, y esto es el comienzo de la madurez: Es precisamente al reconocer que “no sé cómo amar y no sé cómo orar”, cuando comienzo en primer lugar a entender en qué consiste realmente el amor y la oración.

Por tanto, no hay mejor consejo que el dado por el sacerdote jesuita a mi amigo, que se consideraba ateo: “¡Acude a orar, sin más! ¡Siéntate y quédate con humildad y en un silencio suficientemente largo, de forma que puedas oír al Otro, no a ti mismo!”

Traducción: Carmelo Astiz, cmf

lunes, 4 de octubre de 2010

Palavra de Vida - Outubro 2010

“Amarás teu próximo como a ti mesmo".
(Mt 22,39)
Palavra de vida - outubro de 2010

Essa frase consta também no Antigo Testamento (Lv 19,18).
Para responder a uma pergunta capciosa, Jesus se insere na grande tradição profética e rabínica que indagava sobre o princípio unificador da Torá, ou seja, sobre o ensinamento de Deus contido na Bíblia. Um contemporâneo de Jesus, Rabbi Hillel, tinha dito: “Não faça com seu próximo aquilo que detestaria fosse feito a você, nisto se resume toda a lei. O resto é apenas interpretação” (Shabbat 31a).

Para os mestres do judaísmo, o amor ao próximo provém do amor a Deus, que criou o homem à sua imagem e semelhança – por essa razão, não se pode amar a Deus sem amar a sua criatura; esse é o verdadeiro motivo do amor ao próximo e é “um princípio grande e geral na lei” (Rabbi Akiba, comentários rabínicos a Lv 19,18).

Jesus reforça esse princípio e acrescenta que o mandamento de amar o próximo é semelhante ao primeiro e maior de todos os mandamentos: amar a Deus com todo o coração, com toda a mente e com toda a alma. Ao afirmar que existe uma relação de semelhança entre os dois mandamentos, Jesus os une definitivamente. Isso será feito também por toda a tradição cristã. É o que confirma o apóstolo João de modo lapidar: “Quem não ama seu irmão, a quem vê, não poderá amar a Deus, a quem não vê” (1Jo 4,20).

“Amarás teu próximo como a ti mesmo.”

Todo ser humano é – o Evangelho inteiro afirma isso claramente – nosso "próximo", homem ou mulher, amigo ou inimigo, a quem se deve respeito, consideração, apreço. O amor ao próximo é universal e pessoal ao mesmo tempo. Abraça toda a humanidade e se especifica “naquele que está ao seu lado”.
Mas, quem pode nos dar um coração tão grande, quem pode suscitar em nós uma benevolência tão grande a ponto de considerarmos como nossos “próximos” inclusive as pessoas com quem não temos nada a ver, de nos fazer superar o amor-próprio, para vermos a nós mesmos nos outros? É um dom de Deus, ou melhor, é o próprio amor de Deus que “foi derramado em nossos corações pelo Espírito Santo que nos foi dado” (Rm 5,5).
Logo, não se trata de um amor comum, não é simples amizade nem apenas filantropia, mas é aquele amor que foi derramado em nossos corações já no batismo, aquele amor que é a vida do próprio Deus, da Santíssima Trindade, e do qual podemos participar.

O amor, portanto, é tudo. Mas para podermos vivê-lo bem, é necessário conhecer as suas qualidades, que sobressaem do Evangelho e da Sagrada Escritura em geral, e que vamos tentar sintetizar em alguns aspectos fundamentais.
Antes de tudo, Jesus, que morreu por todos, amando a todos, nos ensina que o verdadeiro amor deve ser dirigido a todos. Não é como o amor que muitas vezes vivemos, meramente humano, que tem um raio de alcance restrito: a família, os amigos, os vizinhos… O amor verdadeiro que Jesus pede não admite discriminações; não faz distinção entre a pessoa simpática e antipática; para esse amor não existe o bonito e o feio, o adulto e a criança, o conterrâneo e o estrangeiro, o irmão da própria Igreja ou de outra, da própria religião ou de outra. Esse amor ama a todos. É isso que devemos fazer: amar a todos.
E ainda, o amor verdadeiro toma a iniciativa; não espera ser amado, como em geral acontece com o amor humano, que nos leva a amar aqueles que nos amam. Não, o amor verdadeiro toma a iniciativa, como fez o Pai quando, sendo nós ainda pecadores – e, portanto, quando ainda não amávamos –, mandou o Filho para nos salvar.

Sendo assim, amar a todos e tomar a iniciativa no amor.
O amor verdadeiro reconhece também a presença de Jesus em cada próximo. No juízo final, Jesus nos dirá: “Foi a mim que o fizestes” (cf Mt 25,40). Isso vale para o bem que fazemos e, infelizmente, também para o mal.
O amor verdadeiro ama o amigo, mas também o inimigo; faz-lhe o bem, reza por ele.

Jesus deseja também que o amor, trazido por Ele à terra, se torne recíproco: que um ame o outro e vice-versa, de modo que se alcance a unidade.
Todas essas qualidades do amor nos levam a entender e viver melhor a Palavra de Vida deste mês.


“Amarás teu próximo como a ti mesmo.”

O amor verdadeiro ama o outro como a si mesmo. Isso deve ser seguido ao pé da letra: temos realmente que ver no próximo um “outro nós” e fazermos ao outro o que faríamos a nós mesmos. O amor verdadeiro é o que sabe sofrer com quem sofre, alegrar-se com quem se alegra, carregar os pesos dos outros e, como diz Paulo, sabe “fazer-se um” com a pessoa amada. Dessa forma, é um amor não só de sentimento ou de palavras bonitas, mas que se exprime em fatos concretos.

Quem possui outra fé religiosa também procura agir assim, segundo a conhecida “regra de ouro”, que existe em todas as religiões. Ela exige que façamos aos outros o que gostaríamos que fosse feito a nós. Gandhi a explica de modo muito simples e eficaz: “Não posso fazer mal a você sem ferir a mim mesmo” (cf. Wilhelm Mühs, Palavras do Coração, Cidade Nova, São Paulo, 1998).
Este mês, portanto, deve ser uma oportunidade para reavivarmos o amor ao próximo, que tem os mais diferentes rostos: o vizinho, a colega de escola, o amigo, o parente mais próximo. Mas tem também o rosto daquela humanidade angustiada dos países em guerra ou das vítimas de catástrofes naturais, que a televisão traz às nossas casas. Antes eram desconhecidos e muito distantes, mas agora também eles se tornaram nossos próximos.
O amor vai nos sugerir, em cada circunstância, o que fazer e, aos poucos, dilatará o nosso coração segundo a medida do coração de Jesus.


Chiara Lubich
Esta Palavra de Vida foi publicada originalmente em outubro de 1999.

Lidiando para Vivir con Intensidad el Momento Presente


Ron Rolheiser (Traduccion Carmelo Astiz, cmf)
Lunes 04 de Octubre del 2010

En los últimos años de su vida, el famoso monje americano Thomas Merton vivió solitario, en una ermita, intentando encontrar mayor soledad en su vida. Pero la soledad es una cosa muy elusiva y Merton descubrió que se le estaba escabullendo constantemente.

Sin embargo, una mañana sintió que la había encontrado, en ese momento al menos. Pero lo que experimentó fue, de alguna manera, una sopresa para él. Resulta que la soledad no es un cierto estado alterado de la conciencia o incluso una cierta sensación intensificada de Dios o de lo transcendente en nuestras vidas. La soledad, tal como él la experimentó, era estar totalmente dentro de su propia piel, al interior del momento actual, consciente con gratitud de la inmensa riqueza encerrada dentro de la ordinaria experiencia humana. La soledad consiste en estar suficientemente dentro de tu propia vida, de forma que puedas experimentar realmente lo que allí se esconde.
Pero eso no es fácil. Es raro que nos encontremos a nosotros mismos dentro del momento actual. ¿Por qué? Por la manera como estamos construidos. Estamos sobrecargados para este mundo. Cuando Dios nos puso en este mundo, como nos dice el autor del Libro del Eclesiastés, puso “eternidad” en nuestros corazones y por eso no vivimos fácilmente en paz en nuestra vida.
Leemos esto en la Sagrada Escritura, Libro del Eclesiastés, en el famoso pasaje sobre el ritmo de los momentos oportunos de la vida. Allí se nos dice que hay un tiempo y un momento oportuno para cada cosa: Un tiempo de nacer y un tiempo de morir; un tiempo de plantar, y un tiempo de cosechar lo plantado; un tiempo de matar, y un tiempo de sanar… y así sucesivamente. Pero, después de enumerar este ritmo natural del tiempo y de los momentos oportunos, el autor acaba con estas palabras. Dios ha hecho todo adecuado al tiempo propio de cada cosa, pero en el corazón humano ha sembrado eternidad, de forma que los seres humanos no sincronizan con los ritmos de este mundo desde el principio hasta el fin.
El vocablo hebreo usado para expresar “eternidad” es “Ha olam”, una palabra que indica “eternidad” y “transcendencia”. Algunas traducciones inglesas lo expresan de esta manera: Dios ha puesto un sentido del pasado y del futuro en nuestros corazones. Tal vez esa traducción lo plasma de la forma mejor, al menos en cuando al modo cómo nosotros experimentamos esto, por lo general, en nuestras vidas.

Sabemos por experiencia lo difícil que es estar dentro del momento actual, ya que ni el pasado ni el futuro nos dejarán solos. Están siempre influyendo en el presente. El pasado nos ronda con canciones de cuna medio-olvidadas y con melodías que provocan memorias pasadas, con amores encontrados y perdidos, con heridas que nunca cicatrizaron, y con sentimientos incipientes de nostalgia, pesar, y con necesidad de aferrarse a algo que pasó en otro tiempo. El pasado está siempre sembrando inquietud en el momento presente.

Y el futuro igualmente se abre paso a sí mismo al interior del presente, vislumbrándose como promesa y amenaza, exigiendo siempre nuestra atención, sembrando siempre ansiedad en nuestras vidas y despojándonos siempre de la capacidad de saborear realmente el presente. El presente está influenciado siempre por obsesiones, angustias, quebraderos de cabeza y ansiedades que poco tienen que ver con la gente con la que nos sentamos a la mesa.

Los filósofos y poetas dan a este fenómeno diversos nombres: Platón lo llamó “locura procedente de los dioses”; los poetas hindúes lo han llamado “nostalgia del infinito”; Shakespeare habla de “anhelos inmortales” y San Agustín lo llamó, con el nombre más conocido y famoso de todos, “incurable inquietud”. Inquietud que Dios ha colocado en el corazón humano para que se guarde de encontrarse a gusto y estable en algo que es menos que infinito y eterno: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti”.

Así pues, resulta muy difícil estar presente de modo pacífico en nuestras vidas, sintiéndonos relajados dentro de nuestra piel. Pero este “tormento” -así lo llamó alguna vez el famoso poeta y dramaturgo anglo-estadounidense T.S. Eliot-, tiene su finalidad. El escritor espiritual Henri Nouwen, en un pasaje extraordinario que a la vez da nombre a esa lucha interior e indica para qué sirve finalmente, lo formula de este modo: Nuestra vida es un tiempo breve vivido en expectación, un tiempo en el que la tristeza y la alegría se besan mutuamente en cada momento.

La tristeza tiene una cualidad que domina todos los momentos de nuestra vida. Parece que no existe algo así como una alegría pura y bien definida, sino que, aun en los momentos más felices de nuestra existencia, sentimos un dejo de tristeza. En cada satisfacción hay una conciencia de limitaciones. En cada éxito hay un temor de envidia. Detrás de cada sonrisa hay una lágrima. En cada abrazo hay soledad. En cada amistad, distancia. Y en todas formas de luz aparece la conciencia de la oscuridad circundante. Pero esta experiencia íntima, en la que cada pequeña porción de vida queda afectada por una pequeña porción de muerte, hace posible que nos asomemos más allá de los límites de nuestra existencia.

Esta experiencia íntima puede obrar así haciéndonos anhelar con expectación el día en que nuestros corazones se colmen de perfecta alegría, una alegría que nadie nos podrá arrebatar.